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lunes, 30 de mayo de 2016

¡Oh Dios, los paganos han invadido tu propiedad!


Siempre me ha gustado el Imperio Romano. La historia de una ciudad que conquistó el mundo, y dejó su estampa indeleble en él se ha quedado conmigo desde mi niñez, cuando me encontré a los Cesares en la biblioteca de mi abuelo. Todo lo relacionado con la Roma antigua, su lenguaje, su cultura, se volvieron en una obsesión juvenil hasta años después, cuando otro tema se convirtió en el centro mi interés histórico.

Pero no fue hasta el ocaso de mi adolescencia que regresé a Roma y su “caída.” Hasta ese momento había estado satisfecho con la explicación convencional del colapso romano en medio del aluvión de gentes de más allá del Rin. Y el último año del colegio, en la biblioteca escolar, me encontré a Bizancio de John Julius Norwich. Y conocí y aprendí a querer esa otra larga mitad de la historia romana. Su mitad Cristiana.

Hoy entonces, es una conmemoración triste, y es con pesar que recordamos que ha pasado otro año desde la muerte verdadera del mundo romano, y la caída de la Reina de las Ciudades: Constantinopla.  
***
El martes 29 de mayo de 1453, La Ciudad ya había estado sitiada por 53 días por los ejércitos mahometanos del sultán turco Mehmet II. Durante este tiempo la cantidad de defensores había disminuido de 5,000 romanos y 2,000 aliados y voluntarios extranjeros a menos de 3,000 hombres repartidos en un perímetro de casi 20 kilómetros. La primera de las murallas de los Muros de Teodosio había sido derruida, y aún las torres de la segunda línea habían colapsado en varias áreas tras el bombardeo incesante del cañón turco y los embates del ejército mahometano de 100,000 hombres.

Hoy no es mi intención recontar la historia del cerco, o hablar sobre la condición deplorable del estado romano en ese entonces. El valor de los defensores, las esperanzas frustradas de los ciudadanos, y las tacitas de ambos bandos durante esas semanas fatídicas serán temas de otro día. Hoy, nos enfocamos y revivimos la historia del día más triste en Constantinopla.

Al anochecer del día 28, el Emperador Constantino XI Dragases Palaiologos había terminado de dar un discurso final a sus capitanes. Como Norwich nos cuenta:

“Hablo primero con sus súbditos griegos, diciéndoles que había cuatro grandes causas por las cuales un hombre debe de estar preparado para morir: su fe, su patria, su familia y su soberano. Ahora ellos debían estar listos para ofrecer sus vidas por todas ellas. Por su parte, él voluntariamente sacrificaría su vida por su fe, su ciudad y su gente. Ellos eran un gran pueblo, los descendientes de los héroes de Grecia y Roma, y no le cabía duda que enorgullecerían a sus ancestros defendiendo su ciudad, en la cual el sultán infiel buscaba sentar a su falso profeta en el trono de Jesucristo. Dirigiéndose a los italianos, les agradeció por todo lo que habían hecho y les repitió que confiaba en ellos en los momentos peligrosos que vendrían. Ellos y los griegos eran ahora un solo pueblo, unido por Dios; con Su ayuda serian victoriosos. Finalmente, se acercó lentamente a cada uno de los presentes y les pidió perdón si es que alguna vez los había ofendido.” [1]

Esa noche, como todas, los soldados en las murallas durmieron poco, mientras en Santa Sofía se realizaban las vísperas para ambos católicos y ortodoxos y en las que participaron todos los residentes y  casi al final, también el Emperador. Más tarde, cuando tan solo unos cirios iluminaban el interior del templo, Constantino XI regresó, y rezó, y rezó, y rezó. A la medianoche, volvió a los muros.

A la una y media de la mañana, el silencio de la noche fue destrozado por los tambores y las trompetas de los turcos. En medio de gritos de guerra oleada tras oleada de tropas irregulares de todos los reinos conquistados por los otomanos se abalanzaron sobre las murallas y sus defensores y por dos horas trataron, en vano, de penetrar las defensas. Fallaron.

Después siguieron los “anatolios.” Mahometanos fanáticos de Asia Menor, que avanzaban con la certeza del paraíso que los esperaba tras de la muerte, atacaron el sector del centro en el valle del Lico, bajo los estruendos de cañonazos. Lucharon por horas, hasta que empezó a salir el sol. Y fallaron.

Y tras ellos vinieron los jenízaros. Soldados disciplinados e indoctrinados para ser leales al sultán y al dios de los mahometanos, raptados de sus madres Cristianas cuando aún estaban en brazos, marchaban con una precisión y valor demoniacos. Para ese entonces, los defensores ya habían estado combatiendo por cinco horas sin cesar. Aun así, exhaustos, se reusaban a abandonar sus puestos. Su Emperador y el capitán de los aliados genoveses, Giovanni Giustiniani Longo, aún estaban con ellos y luchando a su lado, por otra hora. Y la presión del avance otomano disminuyó, levemente. Constantino, detectando esto, declaró:¡valientes soldados, el ejército enemigo se debilita, la corona de la victoria es nuestra. Dios está con nosotros – sigan luchando!” [2] Y los mahometanos casi fallaron.

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Pero sucedieron dos cosas en ese momento. Uno de los grupos asignado al sector norte de la muralla, habiendo regresado de un ataque, dejó una de las puertas pequeñas sin asegurar, y por ahí alrededor de cincuenta turcos entraron a una torre e izaron la bandera de la luna creciente. Aunque fueron muertos, el pendón fue visto por el resto del ejército enemigo y revitalizó sus ganas. Casi simultáneamente, Giustiniani fue herido, aunque no mortalmente. El comandante exhausto, colapsó. Había peleado valientemente desde el inicio del sitio, y ya había sido herido en otra parte el día anterior. Sin poder moverse, pidió que lo llevaran al médico que se encontraba en su barco, anclado en el Cuerno de Oro. El Emperador, horrorizado, trató de convencerlo para que se quede, pero Giustiniani no cedió. Encargo su puesto a dos oficiales y fue llevado a su navío. Y tras él, otros genoveses huyeron, desmoralizados.

Habiendo divisado la creciente en una de las torres, uno de los favoritos del sultán, un tal Caffer Bey, a la cabeza de un grupo de jenízaros y gritando Allahu Akbar atacó el surco de tierra, que era todo lo que quedaba del muro exterior, y a sus defensores. Y triunfaron.

El espacio entre los dos muros se inundó de mahometanos y muchos de los Cristianos se rindieron. Algunos fueron aplastados mientras trataban de huir; otros fueron muertos por la espalda por los turcos. Y en medio de la batalla aún se hallaba el Emperador rodeado de un grupo de sus compañeros más leales – Teófilo Palaiologos y Juan Dalmata – y un noble anciano de Castilla que había venido a La Ciudad a  ayudar de cualquier manera posible – Don Francisco de Toledo. Constantino, viendo que todo estaba perdido, se despojó de las vestiduras reales, y exclamó: “La ciudad ha caído y yo sigo vivo!” [3] Junto con su sequito, espada en mano, se lanzó a la carga contra las masas mahometanas. Nunca se le volvió a ver.

A las seis de la mañana los turcos ya habían entrado a Constantinopla. Muchos de los italianos en los muros se apresuraron y trataron de alcanzar los puertos, abandonando sus puestos. Algunos fueron capturados, otros muertos, pero varios llegaron a los barcos, llevando las nefastas noticias a Giustiniani. El genovés ordenó que todos sus hombres se replegaran. Los romanos que quedaban, sin embargo, fueron acribillados sin piedad. “Todos los que encontraban, fueron eliminados con cimitarras, mujeres y hombres, ancianos y niños, de cualquier condición.” [4] Las acequias rebozaban de sangre.

Cerca al Cuerno de Oro se encontraba la iglesia de Santa Teodosia, cuyo día festivo era ese martes. Cuando una procesión se acercaba a la entrada, que había sido adornada con rosas para la Santa, los mahometanos llegaron y capturaron todo quien no se resistió, mataron a todo él que si se resistió, y saquearon el templo. Minutos después, los huesos de Santa Teodosia fueron arrojados a la calle. Este acto sacrílego fue repetido en toda Constantinopla; la iglesia de San Juan Bautista en Pera, el monasterio de San Salvador de Cora, y la iglesia de San Jorge cerca a la puerta de Caricio fueron asaltados minutos después de haber penetrado las defensas. El Icono santo y antiguo de la Odighitria, pintado por San Lucas, fue roto en cuatro partes por su marco de oro. Cruces fueron rotas, relicarios y las tumbas de los santos fueron abiertos y lo que se hallaba dentro arrojado a las calles, cálices, copas, patenas, y túnicas santas fueron robados. Las monjas fueron violadas y los monjes masacrados.

Los que pudieron huyeron rumbo a Santa Sofía. Los que no pudieron fueron sacados de sus camas o detenidos en las calles. Y muchos que no podían moverse, como los ancianos o los enfermos, fueron simplemente liquidados. Algunas doncellas y matronas, seguras del destino que las esperaba, se lanzaron a pozos, mientras los invasores peleaban entre sí mismos por mujeres ya capturadas. Pero quienes llegaron a la gran Iglesia seguían esperando que una antigua profecía se fuese a cumplir. El enemigo llegaría hasta el Foro de Constantino, cuando un ángel descendería de los cielos, con una espada ardiente, y a la cabeza de los defensores, los expulsaría de La Ciudad. Hombres, mujeres y niños se persignaron y las puertas de bronce del templo fueron cerradas.

En los puertos los barcos italianos, y algunos romanos, partieron llenos de sobrevivientes y refugiados. Afortunadamente, los marinos turcos habían abandonado sus naves y se adentraron en Constantinopla para evitar quedarse sin botín alguno. Pero aun había muchos Cristianos llegando a la playa y, viendo a los navíos alejándose, imploraban entre llantos que regresen, o se lanzaban al agua para alcanzarlos nadando. En unas horas, el mar se vio cubierto de cadáveres flotantes.

En Santa Sofía, con los maitines ya iniciados, la gente continuaba rezando por un milagro. Y pronto al sonido de la liturgia y las oraciones de los devotos se sumaron los golpes de las hachas de los jenízaros contra las puertas. Cuando ingresaron, los más pobres y viejos de la congregación fueron muertos ahí mismo. El resto se les organizó en filas y fueron llevados fuera, como esclavos. Muchos de los niños serían enviados después como regalos a las cortes mahometanas de Túnez, Egipto y España. Los sacerdotes continuaron con la Misa hasta que fueron asesinados en el altar. Y después la iglesia misma fue violada. Los jarrones, los iconos, las reliquias, los candelabros, las lámparas, el trono Imperial, el iconostasio mismo, todo fue roto en pedazos y repartido.

Un poco después del medio día, el sultán entró a La Ciudad por la puerta de Carisio. Se dirigió directamente a la Iglesia saqueada, y ordenó que un imán se subiera al pulpito y declarara la Shahada mientras él se arrodillaba: “no hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta.”
***
Hay un canto excelentísimo, entonado por Capella Romana, que fue escrito por Manuel Doukas Crysafes, un cantor y compositor de la corte Imperial que sobrevivió la caída de La Ciudad. Basado en el Salmo 79, los dejo con ¡Oh Dios, los paganos han invadido tu propiedad! 



Oremos por las almas de quienes defendieron su fe, su soberano y su patria y que, Deo volente, algún día los Cristianos de Occidente, habiendo despertado de su estupor y presenciado el peligro mahometano en sus tierras, busquemos una reunión con nuestros hermanos ortodoxos y hagamos la ciudad de Constantino Cristiana nuevamente.


Todas las fuentes fueron traducidas de originales en inglés.

[1] John Julius Norwich, Byzantium: The Decline and Fall. (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1996) p. 431
[2] Leonard of Chios, De Capta a Mehemethe II Constantinopoli. (Paris, 1823) p. 44
[3] Robert Barr Smith, To the Last Cartridge. (Nueva York: Avon Books, 1994) p. 31
[4] Nicolo Barbaro, Giornalle dell’ Assedio di Constantinopoli 1453. (Viena, 1856) p.55

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