English

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Ayacucho



Jadeando, los hombres abrazan sus armas y fijan la mirada en los estandartes reales. Los bombos suenan y los batallones comienzan a marchar. Caminan, y finalmente corren, en una carga frontal, descendiendo las laderas del Condorkunka. 

Ante ellos, yace el destino de un país.
 
 ***

Cada 9 de diciembre gran cantidad de peruanos recuerdan la batalla de Ayacucho. A algunos se nos inculcó que fue la pugna en la cual el cetro de la monarquía española fue quebrantado para siempre, y la que selló la independencia de las colonias Sudamericanas. Fue una victoria que, según lo que se prometía en ese entonces, nos llevaría al paraíso de la vida independiente y republicana.

Pero, como aun no llegamos a ese punto, tertuliemos.

Si uno revisa la historia de una manera objetiva, el Virreinato del Perú no cae por el deseo iracundo del pueblo oprimido. Durante los 200 años posteriores a la ejecución de Túpac Amaru I, el Perú entró en una época de relativa paz interna durante la cual floreció la aristocracia nativa, las artes, la industria “nacional,” y también se alcanza la mayor extensión territorial que hayamos alcanzado. A lo largo de los siglos XVII y XVIII se crea la sociedad, la cultura, y el hombre peruano de una manera que sería reconocible ahora. 

  Una de las aberraciones creada durante los terribles años oscuros en el Perú 

Las razones y motivos que engendran el intento sedicioso de José Gabriel Condocanqui en contra de las autoridades impuestas por la metrópoli, es tema para otro día. Solamente basta decir por ahora que, visto de cualquier modo, Túpac Amaru II o era un realista, profesando públicamente lealtad a Carlos III, o era partidario del monarquismo, autoproclamándose Inca. Parece que al primer prócer de la independencia se olvidaron de avisarle que el Perú si o si iba a ser una república.

No solo fue nuestro país el epicentro de la resistencia ante las fuerzas republicanas que marchaban desde el norte y desde el sur, sino que en un momento glorioso, fueron peruanos (criollos, indios y mestizos,) quienes marcharon victoriosos bajo la Cruz de Borgoña en La Paz, Quito y Santiago. Los Virreyes, aislados de refuerzos de la Patria Madre, organizan en muchos casos ejércitos de la nada compuestos de oficiales europeos y criollos que comandan tropas oriundas de las Audiencias del Cusco y Lima.

Y cuando al final, la guerra llega al Perú, esta se convierte en un vaivén de victorias y derrotas para ambos bandos. La independencia se proclama en Lima en 1821, pero los realistas retoman la urbe en 1823. Ciudades a través del sur y el centro del Perú se mantienen leales hasta ser tomadas por los rebeldes, y es ahí cuando “ven la luz.” Sin embargo, el primer golpe de estado ese mismo año, un gesto ominoso y profético del glorioso futuro de la república, debió de advertir al pueblo peruano y motivarlos a cerrar filas tras la acérrima resistencia del Virrey. Pero no, la “libertad,” la independencia” y la “republica” (un sistema de gobierno completamente ajeno a todo peruano) eran nuestros objetivos y ni Dios mismo tenía derecho alguno de negárnoslos.

Y así, el 9 de diciembre de 1824, hordas de colombianos, chilenos, rioplatenses, y 1.500 peruanos traidores se enfrentaron a un puñado diezmado de peninsulares y 5.000 peruanos leales a su Rey, a sus kurakas, y a su fe.

El resultado adverso de esa batalla repercute hasta hoy en nuestras vidas.